martes, 14 de octubre de 2008

Vidas artificiales

La unión con la máquina hace que se borre, a la larga, el dispositivo "máquina". Lo único que nos queda es esa unión. Esa vida alienada. Esa reflexión reflactada de nuestra vida que se va por la punta de los dedos. Entonces ya no queda máquina, quedan sólo símbolos. Vivencias que se convierten en códigos infinitos, que ocupan los espacios físicos de las pantallas y como compensaciones simbólicas de aquellas cosas que nos venden y no nos quieren entregar: el suceso como dependiente del propio trabajo, nuestras neurosis escondidas bajo un alias y, por sobre todo, la carencia de amor.

El contacto mediatizado en exceso se presenta con una peligrosa trampa: se desvanece el medio, resignificando las palabras y los gestos. Pero esta naturalización de la máquina solamente se ve en forma clara (y solamente a través de un ojo inteligente) en las situaciones en las que el dispositivo falla. Hoy en día nos amamos con seres invisibles, creemos que queremos a una persona cuando en realidad aquello a los que nos aferramos es la representación (que no es más que una nueva producción de sentido sobre aquellas formas existentes) de un sentimiento hacia la representación de aquel ser en realidad anónimo. Se perdió el piel con piel, sólo queda el cuerpo; donde hubo calor, sólo queda la urgencia.

La máquina ha logrado uniformar de una forma sin precedentes al hombre: nos despoja de los vínculos y los manipula para evitar tener una emoción real; y sublima los restos de la misma hacia otra cosa, la representación de lo que todos queremos tener. Ante esta situación, no puedo no preguntarme si aquellas construcciones son siquiera originadas en nosotros mismos. La búsqueda constante de estándares irreales nos niega nuestras posibilidades, nuestras verdaderas posibilidades, de amar y ser amados.


Comprenderán, por obvias razones, que esta situación es inaceptable.